miércoles, 13 de julio de 2011

Centurión Romano

He sido testigo del dolor y la muerte en muchas ocasiones y de diversas formas. Pertenezco al ejército romano al servicio del emperador Tiberio, y una de nuestras funciones es conservar la paz en todas las provincias. Cuando un grupo rebelde se levanta, nosotros somos los encargados de castigar severamente y en público, como advertencia a todo aquel que intente perturbar la paz del imperio.
Me levanté muy temprano aquel viernes. Teníamos órdenes de crucificar a un par de criminales mientras se decidía el proceso legal de un tal “Jesús” Ese hombre había puesto de cabeza a todo el pueblo judío. Unos le amaban y otros le odiaban. Sin duda era un personaje del que ya habíamos oído antes.
Este “Jesús” había sido arrestado la noche anterior, en un huerto, a petición de algunos sacerdotes judíos. Para sorpresa de quienes lo arrestaron, Él se entregó voluntariamente pidiendo que dejaran en libertad a sus seguidores.
Esa misma noche de jueves fue interrogado por Caifás y las autoridades religiosas judías, hallándole, según ellos, culpable.
Así pues, el viernes muy de mañana fue llevado por los judíos a Poncio Pilato, Gobernador de Judea. Pilato, al considerarle inocente, le envió a Herodes, tetrarca de Galilea, pues Jesús era llamado “Galileo”. Herodes le regreso a Pilato pues no pudo sacarle ni una sola palabra a Jesús.
La mañana avanzaba y el odio que los judíos sentían por aquel hombre parecía crecer más y más. Le tenían una rabia inexplicable. Mientras tanto Él no respondía ante las acusaciones que se levantaban en su contra. Esto comenzó a llamar mi atención. Él no abría la boca para defenderse o para responder con insultos los insultos que recibía. Jesús permanecía en silencio.
Pilato tenía una gran responsabilidad sobre sus hombros. Por un lado, él no encontraba culpable a Jesús, pero por el otro, la turba que pedía su muerte crecía. Existe la costumbre durante la fiesta de la Pascua, que el gobernador suelte a un preso condenado a muerte, simplemente para complacer al pueblo. La intención de Pilato era tan sólo azotar a Jesús y dejarlo libre, pero el pueblo pidió que soltaran al homicida y sedicioso Barrabás. Pilato soltó a Barrabás y nos entregó a Jesús para azotarle.
Es aquí donde comenzaba nuestra cruenta participación en el asunto de Jesús.
Luego de despojarle de sus vestidos, le atamos de manos a una columna con la espalda inclinada. Procedimos entonces a flagelarlo con látigos hechos de tiras de cuero, con incrustaciones de plomo, clavos o huesos. Unos cuantos azotes fueron capaces de arrancar grandes trozos de piel y carne de su cuerpo. Su espalda, pecho y cara fueron terriblemente lacerados. Tan brutal es el castigo, que muchos mueren en el proceso. No hay palabras para describir el dolor físico que el castigado experimenta.
Pero pareciera que a nuestra cohorte militar la agonía física de Jesús no era suficiente. Las burlas y los escarnios aparecieron. Los soldados tejieron una corona de espinas y la colocaron en su cabeza. Le vistieron de un manto púrpura, y pusieron una caña en su mano, representando un cetro real. No paraban de ridiculizarle, escupirle y burlarse de Él: “¡Salve Rey de los Judíos!” gritaban entre risas mientras le golpeaban con la caña.
¿Qué clase de persona se burla de un condenado a muerte? ¿Quién se burla de alguien que va a ser ejecutado? ¿No es suficiente el dolor físico como para además denigrarlo escupiéndole?
Pero ¡Jesús sigue en silencio! Él no maldice a quienes lo maldicen, ni amenaza a quienes se burlan de El. ¡Golpes, azotes, gritos e injurias y El permanece en silencio! Me doy cuenta que la dignidad del sentenciado supera por mucho a la supuesta moral de los religiosos que lo acusan falsamente. El permanecía en silencio.
Una vez más, pero ahora ya golpeado y ridiculizado, Pilato intenta liberar a Jesús presentándolo ante la multitud. El severo castigo que ha recibido no es suficiente para mover a misericordia a la gente que insiste en gritar “¡Crucifícale, crucifícale!”
Pilato insiste “¡He aquí vuestro Rey! ¿Cómo voy a crucificarle?”
La multitud contesta “¡No tenemos más Rey que César!”
Pilato finalmente le entrega para ser crucificado
En todos mis años de servicio a Roma he visto diferentes reacciones de los condenados a muerte. Algunos gritan insultos a la multitud que los acusa; otros más lloran de temor al enfrentar su muerte. Sin embargo, la actitud de Jesús seguía sorprendiéndome. ¡Aún sabiendo que iba a ser crucificado, su gesto continuaba firme, confiado… y en silencio! Parecía que una extraña paz inundaba su interior. Su mirada expresaba más la de aquél que va en cumplimiento de una misión que la del desdichado que va camino a la muerte.¡Él no abría su boca! ¡No se quejaba! ¡No maldecía! ¡Ni siquiera pedía indulgencia! Simplemente permanecía en silencio
El camino al lugar de la calavera estaba por comenzar. Para aquellos momentos, el cuerpo de Jesús estaba terriblemente desgastado. Era un milagro que siguiera con vida. Por supuesto ya no se hallaba en condiciones de cargar su cruz, así que dispusimos que un hombre llamado Simón le ayudara camino al Gólgota.
Aquella procesión era todo un espectáculo. La gente enardecida continuaba lanzando ofensivas y denigrantes palabras a Jesús; mientras que algunas mujeres lloraban aquellas terribles escenas de miseria humana. Parecía que el camino a la cruz de aquel hombre era el reflejo de toda la maldad que el corazón humano es capaz de engendrar. No entiendo como podía soportarlo en silencio.
Ya para la hora tercera (las nueve de la mañana) cuando llegamos al Gólgota, todo estaba listo. Había llegado el momento de crucificar a aquellos 3 hombres. En esos instantes previos, lo único que se respira es muerte.
Antes de proceder a clavarles en la cruz, las mujeres, según su costumbre, ofrecieron a Jesús una mezcla de vino fuerte con mirra. Esta bebida es un anestésico y amortigua un poco el estado de conciencia, funcionando como un sedante. Jesús rechazó beberlo. Él no quería encarar la muerte en estado de adormecimiento. Quería hacer frente a la muerte aún en su forma más terrible y espantosa, totalmente consciente.
El primer clavo agudo y recio atravesó la mano derecha de Jesús con un fuerte martillazo. De la misma forma, su mano izquierda fue horadada por otro clavo similar. Lo levantamos con ayuda de cuerdas hasta ponerlo en vertical. Finalmente, le extendimos los pies para ser traspasados ambos con un clavo más grande y grueso que los anteriores. Jesús ya estaba en la cruz. Sólo había que esperar a su muerte.
El permanecía en silencio. Ni los terribles clavos horadando sus manos y sus pies pudieron hacer brotar alguna palabra de su boca. El permanecía en silencio
A la cruz de Jesús, fue colocado un título en hebreo, griego y latín que le designaba “REY DE LOS JUDIOS”
El titulo fue puesto burlonamente, pero algo dentro de mí se cuestionaba: ¿Era realmente este Jesús el Rey de los Judíos?
A partir de la hora sexta, mis preguntas hallaron respuesta
Para dicha hora, mientras nos repartíamos sus ropas, algo sobrenatural aconteció. La tierra se llenó de una espesa oscuridad. A pleno medio día la luz del sol oscureció y las tinieblas se hicieron presentes. Cayó un gran temor sobre todos los que estábamos en el lugar. Algo sobrenatural estaba aconteciendo aquella tarde de viernes.
En medio de aquella profunda oscuridad, cuando la crueldad humana había alcanzado sus límites más perversos, se escuchan palabras que jamás podré olvidar…
Jesús decide hablar. El que permaneció en silencio ahora abría su boca. Luego de un momento de silencio Él pronunció:
“PADRE, PERDONALOS, PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN”
No puedo describir con palabras lo que sentí al escuchar su frase. Tras los golpes y los látigos; tras las burlas y maldiciones; habiendo soportado injustamente lo que ningún otro ha soportado, la primera frase que de su boca sale es a favor de nosotros
Ahora entiendo el porqué no pedía clemencia ante nosotros; más bien El tiene misericordia de nosotros. Aún clavado en esa cruz con el cuerpo destrozado, la majestad de Jesús es capaz de perdonar a quienes lo clavamos ahí.
Verdaderamente éste era el Hijo de Dios

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